Crónicas de una aldea
Crónicas de una aldea caída
Cuando
la era moderna no daba inicio, ni la imagen de algo veloz existía, había un
pueblo en un lugar olvidado que vivió por siglos. Más que pueblo era una
pequeña aldea que hoy día es inexistente. Es posible que la maldición –pensando
en que fue eso– de aquel lugar, haya sido el olvido del mundo, aunque claro,
nunca fue muy visitado por las localidades más extensas que estaban a cientos
de kilómetros. Este sitio se encontraba entre las montañas más empinadas y
rocosas de la región. A su vez estaba rodeado por un bosque irregular que
terminaba en las laderas mismas de los infinitos macizos. Para llegar había que
cruzar por un puente; no había otro modo. En bote era imposible, ya que la
corriente bajaba desde la montaña con una ferocidad enorme. Solo en tiempo de
verano era viable cruzar a caballo. Sin puente no había conexión posible con el
mundo exterior. Y ni siquiera llegar al puente era tan fácil, puesto que antes se
debía lidiar con una densa Selva que servía de preludio ante el caudal. Pero el
verdadero problema lo representaba el bosque que colindaba con la aldea, al
cruzar el puente. Para muchos era un lugar peligroso al cual había que tener
cierto respeto y prudencia. El fruto de muchas generaciones provocó una
verdadera cosmovisión entorno al lugar. La aldea siempre fue símbolo de lo
conocido y la claridad; en cambio el bosque representaba lo oculto, la
desviación de las cosas.
La paz
vivió su apogeo por siglos en la pequeña comunidad. Las personas vivían en
armonía, los padres trabajaban la tierra y los niños jugaban por doquier. Pero
todo estaba a punto de cambiar. El pueblo comenzó a entrar por tiempos
sombríos, ocasionando una crisis del bienestar de todos.
Esto se
debía a que de manera inexplicable muchas mujeres del pueblo comenzaron a
desaparecer. Al principio fue uno que otro caso, dándose en lapso años, lo cual
no levantaba grandes alarmas. Pero a medida que avanzaba el tiempo, las
desapariciones fueron aumentando. Si antes les sucedía a ciertas personas por
frecuencias extensas, luego los casos surgieron por casi todos los meses y
después por semanas. Todo era una
incertidumbre, mezclada con miedo y desesperación. Las que perdían el rastro
podían ser de todas las edades.
Antes
de que estas cosas ocurrieran, ya se había formado una serie de leyendas y
mitos en torno al bosque. Los primeros habitantes fueron los responsables de
transmitir de generación en generación sucesos extravagantes, casi maravillosos
entorno a la aldea y a las sombras de los miles de árboles que surcaban a esta.
A pesar de que el bosque representaba lo oculto, era imposible no depender de ello.
Necesitaban carne y madera, y esas cosas se encontraban precisamente allí. La
superstición los siguió hasta su época más avanzada, donde los extranjeros que
llegaban al lugar por azar –que por cierto fueron contados con el dedo de una
mano– daban cuenta de un mundo mucho más avanzado que el de los aldeanos. Las
desapariciones se atribuían a las fuerzas que habitaban el bosque. Ahora menos
que nunca las personas se acercaban. De hecho estaba prohibido aproximarse sin
autorización a tan solo unos cuantos metros de la línea donde el follaje
comenzaba.
En todo
caso restringir esto no fue muy difícil, ya que el miedo era generalizado. Pero
algo había que hacer, no podían seguir con los brazos cruzados y dejar que el temor
los paralizara. Los habitantes de la comunidad comenzaron a organizarse para
hacer guardia durante la noche. 10 familias del pueblo debían estar alertas en
distintos puntos de la aldea y cuidar por una jornada de ocho horas durante la
noche. Pero este rol lo jugaba solo el padre de familia y el primogénito, siempre
que fuera mayor de 11 años. Se disponían por toda la noche realizar una larga velada
sobre unos miradores improvisados, de unos cinco metros de altura. Alumbraban
con sus antorchas al vacío de la oscuridad, siempre hacia las sombras. Lo único
que veían era un manto blanco que se posaba en el límite entre la aldea y el
negro bosque. Sin embargo, nada salía de la penumbra, solo uno que otro un
grito desesperado en alguna casa. Por un largo tiempo vigilaron y vigilaron,
pero nada conseguían, solo más mujeres desaparecidas. Las cañuelas de los niños
temblaban por la mezcla del frío de la noche y por temor ante las fauces que se
abrían en medio de los árboles. En teoría, no debía ser complejo controlar la
situación, ya que en el lugar no vivían más de 700 personas. Si algún
desconocido surge por algún rincón, sería reconocido de inmediato. Además, la extensión del pueblo era muy
limitada. Aun así, las mujeres fueron desapareciendo como si la tierra se las
tragara. ¿Cómo es posible que dentro de una misma casa -sin salir de ella- desapareciera
gente? Los casos eran abrumadores, desconcertantes. Por ejemplo una madre
contaba que su hija fue a buscar un poco de agua a la cocina, pero nunca
volvió. Otra dijo que cuando su marido estaba haciendo guardia, se quedó sola
con sus dos hijas. Estaban todas en una misma habitación y al momento en que el
sueño las venció, despertaron al otro día sin tener el rastro de una de las
niñas. Era un verdadero quebradero de cabeza. Las personas estaban
enloqueciendo. Las órdenes durante el día fueron estrictas: nadie podía salir
solo y sin autorización, a no ser que fuera de extrema urgencia. Las jornadas
laborales se acortaron hasta las cuatro de la tarde y todo el mundo debía estar
puerta adentro desde las siete. Poco a poco fue surgiendo una cantidad innumerable
de historias y teorías sobre lo que estaba aconteciendo. La lógica y el sentido
común comenzaron a decaer, provocando que las explicaciones fueran cada vez más
descabelladas.
Durante
los primeros periodos la cordura no desapareció por completo. Todos sabían que
con estrategia y rigurosidad podrían salir adelante y que tarde o temprano
descubrirían el misterio. No obstante solo era cuestión de tiempo para que los
corazones comenzaran a desgarrarse y los cerebros a freírse. Las personas se
deshicieron de los planes de vigilancia y simplemente comenzaron todos a
reunirse en la iglesia que se encontraba en medio de todo el lugar. Su aspecto
era fiel reflejo de los sucesos. Se levantaba misteriosa y desnivelada. Su
pintura ya no era blanca inmaculada, sino que se encontraba gris y desgajada.
Aun así, era el único lugar en el que confiaban habitar y levantar plegarias para
que así los supuestos espectros malignos del bosque se alejaran. Ya no sabían
darle otra explicación a las cosas. Nada resultó con hacer peticiones a
estatuas incapaces de oír, ver o escuchar. Este fue el primer paso para la
caída de este pueblo. El segundo paso fueron las hogueras y sacrificios.
Por lo
general siempre fueron las mujeres en quienes recaían las sospechosas de traer
esta desgracia a todos. Si alguien resultaba demasiado silenciosa y su aspecto
no era de fiar, simplemente se le apuntaba con el dedo y era acusada de
brujería. Todos se aprestaban a contemplar el espectáculo: estas eran
castigadas por los fuegos tormentosos en un altar afuera de la iglesia. Aquello
tampoco resultó, por lo que todos tocaron fondo. Los sacrificios se
manifestaron y comenzaron a ofrecer a niños menores de dos años. Es aquí donde
los ojos de los habitantes prácticamente no emitían luz, sino que se volvieron blancos
de una niebla enfermiza, pues estaban cegados por la desesperación que los
consumía en un completo delirio. 1…3…20… Después de haber apuñalado al último bebé,
vino un sobrecogimiento, que por un breve tiempo los hizo retornar a la calma. Esto
se manifestó como pequeña una tregua. Las desapariciones comenzaron a terminar
y los quehaceres de los lugareños fueron recuperándose poco a poco, pero la
tranquilidad absoluta nunca retornó. Y como podría ser, si a cada familia se le
había desaparecido algún integrante, además todos estaban con el temor de que
las desapariciones volvieran.
En el
ocaso de un día cualquiera, la mayoría se encontraba agradeciendo en la iglesia
por la paz que había retornado. Cuando ya todos tuvieron una leve esperanza en
que todo volvería a ser como antes, comenzaron a escuchar sonidos como salidos
de trompetas. A su vez unos destellos que provenían del bosque los cuales
entraban por los vidrios de la iglesia. Nadie se atrevía a salir del lugar. Todos
estaban temblando desde sus bancas, mirando aterrados a través de las ventanas
y de la puerta principal a medio cerrar.
–Basta
de cobardía– dijo al fin un hombre. –Al menos yo iré a enfrentar lo que sea que
en ahí se encuentre. Para su sorpresa, al salir de la iglesia se dio cuenta de
que muchos hombres lo seguían, siendo alrededor de unas 40 personas. Al entrar al
bosque, múltiples nombres comenzaron a salir de sus bocas: ¡Aurelia! ¡Emilia!
¡Estela!...
Al
adentrarse cada vez más en el follaje, observaron atónitos y asustados una gigantesca
bola de energía que emitía una luz blanca como la del trueno. Poco duró la
impresión. A los breves segundos de ser vista, la bola desapareció. De pronto
un olor a humo comenzó a llegar hacia ellos; provenía de la aldea. El fuego
estaba consumiéndolo todo y los gritos despavoridos se escuchaban a kilómetros.
Cuando volvieron ya era demasiado tarde; todo estaba calcinado, excepto la
iglesia, ya que el fuego no alcanzo el centro donde esta se encontraba. Los pocos
sobrevivientes que quedaron escaparon del lugar. El último en abandonar fue el
hombre que inició la expedición. Antes de marcharse, sintió la necesidad entrar
por última vez a la iglesia y dejar algo que para él era muy valioso. Había
escrito durante los últimos días una crónica sobre los últimos acontecimientos
vividos por los aldeanos.
Al salir
observó a su alrededor las llamas que devoraban todo a su paso. Habiendo terminado
la contemplación, con una lágrima se retiró, dejando a sus espaldas su querida
aldea…
De
ella, solo quedó una crónica a la deriva.
Lukas W Fuentes
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