El círculo
El círculo
Los
rayos de sol lo habían despertado, penetrando por medio de recovecos el techo
de la solitaria y quebrajada casa de Gustavo. Un haz de luz muy potente lo
transportó de un sueño profundo, como sacado de un abismo. El dolor había
desaparecido por completo. A pesar del brutal altercado que tuvo que vivir su
cuerpo la noche anterior, no presentaba ningún rastro de golpes. Por alguna
razón inexplicable estaba sano, listo para comenzar la jornada. ¿Un milagro de
algún santo? Quizás Dios había comprendido su angustia.
Al
salir de la casa por el sinuoso camino hacia el cementerio que guardaba los
restos de todos los difuntos: patronos y peones, pudo sentir el sol en su
rostro y una leve brisa primaveral que se
levantó desde el horizonte del sendero. Su tarea era cavar las tumbas de
los que han partido. En este caso era la de doña Rufina, una acaudalada mujer
de rebaños, terrenos e influencia. Tuvo una muerte cruel, decían unos persignándose
hacia el cielo con un crucifico en la mano; otros pensaban que se lo merecía,
empipando un vaso de vino: es que la vida de una persona con poder – en el que gracias al trabajo que se
realizaba en su imponente fundo,
alimentaba a varias familias campesinas– trae consigo grandes polémicas.
Al
ir avanzando en su camino, pero sin percatarse a la primera, comenzó a percibir
una extraña sensación. A pesar de que el sol brillaba como un ser divino y el
cielo se expandía con un celeste intenso, era un día oscuro, silencioso y
desolador. Cada arbusto, árbol o despeñadero podía ocultar algo siniestro, como
una tortura perpetua, sin descanso, sin fin. Gustavo desde que dio sus primeros
pasos transitó aquellos lugares, de manera pacífica, pero con un dejo de
misterio impredecible. El campo para él era como su piel, su mismo olor.
Recorrer dichos rincones cautivantes y solitarios equivalía a ser un acto de
armonía natural. Sin embargo, todo cambió en aquel día, ya que algo inusual esperaba
el inicio de su jornada. En la puerta de su casa dejaron un círculo trenzado
por hilos de paja, en el que colgaban unos pedazos de trapo raído e inmundo. De
inmediato pudo percatarse que ello era un acto de venganza ni de sangre, sino
de esos que condenan.
Los
túneles siempre se proyectan como un manto negro sin esperanza, pero la
oscuridad no necesariamente es negra,
también puede ser blanca y resplandeciente, en el que por su deslumbrante
naturaleza obliga a transitar por un caluroso infierno blanco. Con sus ojotas,
chupalla, pantalones y camisa remangada proyectaba el cliché de un huaso maulino.
Pero por cada paso, sabía que no sería una simple caminata rural, dado que comenzó
a sentir una fuerza que se escabullía
entre los rincones, detrás de los troncos. Esta lo asechaba con cada brisa y polvo
suspendido en el aire, cuyo ente lo haría, como ya lo ha hecho por incontables
veces –sin él saberlo– vivir dicha rutina. Pena y desolación es lo que debería
sentir Gustavo al saber que tendría que cavar el cadáver de lo que fue ese amor
inalcanzable, todo porque él era un simple peón, un hombre de jeans rasgados y
camisa desteñida que le trabajaba arduamente a la patrona. Todo porque era un
subhombre que observaba desde lejos, siempre de lejos, con una mirada acosadora
a Rufina; esa mujer esbelta, con tez lozana, ojos profundos y con un cuerpo
apasionante. Pero no, el en toda su eternidad no podría poseer en medio de los
árboles y el calor a semejante belleza.
Finalmente aburrido de la tortura, decidió hablar con su amigo de vida, don Ernesto, administrador
del cementerio, hombre que encarnaba a
la muerte con su cuerpo extrañamente estirado y sus ojos incrustados en pronunciadas cuencas que acompañaban un
aletargado rostro.
–Necesito
trabajo, amigo mío.
–Justo
me hacía falta un sepulturero.
–Listo,
pero a la tarde le pago el favor con un cortito.
–Ya
pue´, la sed pronto mea' llegar.
De
la cosecha y la virtud de la vida, pasó a ser una especie de legionario de la
muerte, siempre con su pala sobre el hombro, al lado de los epitafios,
contemplando por cada término de jornada las sombras proyectadas en el aire
entre las montañas, producto del ocaso, ocultándose el astro siempre en
dirección hacia el fundo, donde posiblemente estaría Rufina, bajo las parras
tomando un jarabe refrescante con otras mujeres; pero claro, él continuaba
mirando de lejos. No obstante, por algún tiempo algo de calma le dio el
alejarse de su imposible, hasta que el deseo obtuvo consecuencias insospechadas
para este campesino común, inquietantemente calmado, con la mirada siempre
silenciosa.
Era
un día igual que todos, luminoso, en el que debía cavar para dos cadáveres.
Estos eran pequeños que ni siquiera alcanzaron a abrir los ojos y mirar el sol.
Aunque ello poco importa, pues lo
relevante es que Gustavo desvió su sendero y, como un impulso enfermizo, se fue
hacia el fundo para verla. Necesitaba contemplar aquellos ojos, aquel cuerpo.
Así que detrás de un árbol observaba con sigilo a la mujer, sus movimientos, el
entrar y salir de su casa. Esperó como siempre lo ha hecho, en la completa
oscuridad y en el silencio total. La hora de trabajo culminó y todos se fueron;
solo quedaron unos pocos cuidadores, pero el campesino conocía muy bien los
movimientos. Era un experto en deslizarse por los rincones y vigilar como una
mancha sin figura.
Era
el momento. Rufina salió de su casa para realizar su caminata de todas las
tardes a las ocho, el momento en el que los vientos comienzan a ponerse un poco
más agradables. Ahí estaba él, ocultándose en cada arbusto, árbol o despeñadero
que le servía para poder aproximarse a la patrona. Sin embargo, los planes
tienen algo de imprevisto: pocos metros faltaban para alcanzar a la señora,
hasta que al dar un paso, rompe sin desearlo una rama seca, la que por el
silencio del entorno, el crujido sonó con alevosía. Rufina se detuvo y volteó.
Ahí estaba él, fijando la vista entre ella y el suelo. Solo deseaba hablarle y
que lo mirara a los ojos para que supiera de su existencia. La señora sabía que
en algún momento esto podría ocurrir, es que una mujer por muy fuerte y
poderosa que se muestre, puede caer ante un posible desadaptado.
Primero
fue un abrazo forzoso en el que ella luchó lanzando puñetazos y rasguños. Ambos
cayeron al suelo y se revolcaron, suspendiéndose un montón de polvo. El primer
grito de desespero salió de sus pulmones, pero no fue lo suficientemente
fuerte. Este con una mano sujetó ambas muñecas de la mujer y acto siguiente
rasgó el vestido. Pero esta mujer era fuerte y logró zafarse momentáneamente gracias
a un puñetazo que logró dar con el ojo derecho de Gustavo y así correr unos
pocos metros; pero la sed del hombre no decayó. Fue por ella, tomándola con
ambos brazos por el abdomen. Esta daba un sinfín de pataleos al aire. Este la
tiró al suelo y le tapó la boca con su palma para que no se escucharan sus
gritos.
A
las 11:30 los perros comenzaron a ladrar y a las 12:00 los nocheros del fundo
estaban con sus antorchas asustados. Algunos con un crucifico en la mano
espantados por semejante acto de crueldad, se persignaban lamentándose del
destino de la bondadosa patrona que muchos habían estimado. En paralelo Gustavo
estaba con su caña de vino color sangre, pensando en que se lo merecía, pues él
también era un hombre de respeto. La escena culminó con un charco de sangre que
se esparció por varios caminitos sobre la tierra y con una piedra con el tamaño
de un puño teñida en sangre.
–Este
fue el mismito diablo, ninguno de nosotros puede ser tan bestia.
–No
gancho, yo sé quién jue, miojos no me engañan. Hay que molerlo a golpe; eso no
se le hace a una mujer, menos a nuestra patrona… que Dios me la guarde en su
santa gloria.
Tres
días y dos noches duraron los llantos y los rezos. De todos los rincones, del
Cajón, de la Barrancas, Nirivilo, San Javier e incluso de Talca asistieron tanto
campesinos como personas de poder para despedir a la Doña. Estaba todo listo
para que la patrona fuera sepultada en lo que sería la tumba que le haría
Gustavo. El día en que salió de su casa, para ejecutar su trabajo y encontrar en
su puerta el círculo tranzado por hilos de paja y por trapos inmundos, vino a
su mente el bello vestido que traía en aquella tarde Rufina. Aún se podía
apreciar las aves inscritas en la tela raída y sucia con polvo y rastros de
sangre.
No
importa qué haya hecho. Nunca se me respetó ni se me estimó como un hombre,
pensaba. En aquel día tendría solo una tarea, como todas las anteriores: cavar
la tumba de Rufina sin remordimientos. Por cada kilo de tierra que caía sobre
el féretro, lanzada por la pala de Gustavo, aumentaban los ojos sanguinarios y
punzantes hacia el sepulturero. Los cánticos inundaron el campo y la luz ya se
echaba atrás para dar paso a la oscuridad. Cuando la noche estaba madura, Gustavo
caminaba como un como lo hace cualquier humano sin peso sobre su espalda. Pero
nadie se va sin pagar, ni en este mundo, ni en el otro. Al llegar a su casa,
antes de abrir el candado de la puerta algo le tumbó la cabeza, haciéndolo caer
como un muñeco de trapo. La crónica estaba anunciada para el sepulturero. Lo
molieron a palos, patadas y piedrazos. Por cada golpe le decían: esto es por la
`eñora... finalmente quedó tumbado en el cielo, con un respiro ahogado en
sangre, mirando con un puro ojo semiabierto la noche estrellada.
Gustavo
al ir avanzando para cavar la tumba de Rufina, con el misterio de la sanidad en
su cuerpo, comenzó a sentir la perpetuidad de su rutina como un círculo
agónicamente sin fin. A los pocos metros de llegar al cementerio sintió el
horror de recordar que ha excavado la tumba de la mujer por millones de veces,
degastando su pala como una tortura extenuante. El hoyo estaba casi terminado,
hasta que enterró la hoja de la pala por última vez y expulsó la última porción de
tierra a la superficie. Cansado subió por la escalera hasta la superficie y
observó la lápida de la tumba. Pero para su sorpresa esta no era tal. Solo había
un pedazo de madera carcomido por el tiempo, en el que solo se podía leer un
desgastado y miserable mensaje. Después
de descifrarlo, supo que mañana sería un nuevo día en el olvido, en el que
volvería a encontrarse con el círculo y enterrar nuevamente a Rufina. Poco a poco
su cuerpo comenzó a temblar. “Gustavo
Floridor González González 1945-1977”.
Lukas W Fuentes
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